Todo fluye por debajo de la mesa |
Así parece empezó el guiso con las obras |
Para
nadie es un secreto que la corrupción es uno de los males más
arraigados en la cultura gubernamental y que la Revolución
Bolivariana, en sus más de 15 años en el poder, no ha podido
erradicar. En Venezuela, la cultura de la viveza criolla parece
imperar sobre cualquier concepto de patria que se pueda tener,
inclusive sobre la idea del respeto por lo que es de todos: el erario
público. Una idiosincrasia donde a nivel de muchos de los
funcionarios se aplica lo plasmado por Pío Gil en sus textos
“Amarillo, Azul y Rojo” donde relata:
“Los empleados todos de
Venezuela, en las distintas ramas de la jerarquía administrativa,
cuando tienen entre sus manos algo que no les pertenece, se hacen
esta reflexión: Si no me cojo esto yo, se lo coje el jefe; pues me
lo cojo yo”
Todos
conocemos la frase célebre de uno de los mayores ideólogos del
malandraje adeco, Gonzalo Barrios, cuando afirmaba sin pudor en
reuniones con los principales líderes de su nefasto partido “en
Venezuela no hay razón para no robar”, así como la expresión
muy usada a partir del gobierno cuartorrepublicano de Rómulo
Betancourt “a mí que no me den, sino que me pongan donde hay”
para referir el hecho de que se buscaba posiciones privilegiadas en
la estructura gubernamental para llenarse los bolsillos con los
dineros del pueblo de manera impune.
En la
patria de Bolívar, no existe organismo gubernamental que verifique
el valor correcto de las obras públicas, comparándolo con el
desembolso que se hace por ellas. Si este organismo existe,
obviamente es otro elefante blanco más. Acá, contratistas
multiplican por cuatro el precio total de los servicios que prestan,
cuando los costos no llegan ni a la cuarta parte del monto final.
Corrupción galopante, disfrazada a través de la sobrefacturación
con la excusa eterna de que “siempre pagan tarde” o que “todo
subió”, etc. Claro está, los montos siderales siempre son
aprobados por llamadas de quienes ordenan desde arriba se le de
“play” al asunto. Mientras más grande la factura, mayor será la tajadita.
Lo peor
de todo esto, es que las obras y servicios casi siempre dejan mucho
que desear: entregadas a destiempo, sin finalizar, etc. Es decir, nos
roban, con lo que nos roban nos corrompen y de paso, nos estafan con
lo peor. No hay siquiera decencia o un mínimo de respeto del
contratista que diga “bueno, estoy estafando al Estado pero dejaré algo de calidad”, tampoco vemos una pizca de
exigencia por parte de quien paga para, por lo menos, disimular se
quiere un poquito al país o se cumple con el deber de velar por los
dineros del pueblo.
La
corrupción nos arrolla sin importar la acera política o ideológica
en que estemos. El dinero es el ingrediente fundamental del guiso que
más le gusta a los corruptos. Los corruptos, sin importar el color,
siguen teniendo hambre y quieren más.
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